Un acto de amor

Alguna vez la escuché a Moria Casán criticar el fingimiento del orgasmo. Ella cree, si no mal recuerdo, que se trata de un rebajamiento. Hay que sostener la verdad: eso sería el soporte de la dignidad.

La diva lo pensó en un sentido, diría, lineal: se finge para el otro y en contra de uno. Cuando una mujer destapa un grito, cuando lo destapa del modo más virulento, lo hace en detrimento de lo que ella querría hacer en pos de darle al otro exacta y precisamente lo que demanda. Eso resume, para ella, una devaluación del propio precio, algo así como una denigración de sí.

Ahora bien, aquí puede uno tomar las armas y cuestionar. En principio, lo sabrán por vuestra experiencia, la escena que llamamos erótica compromete a los implicados, en ciertos momentos, según el turno, a rebajarse. No hay erotismo sin degradación: uno puede bajar, incluso, en el sentido más literal del termino, si así debe ser. Uno se rebaja.  Uno, digamos, se enchastra. De eso estamos hablando. Si la ocasión lo requiere se puede llegar al límite de perder la dignidad pretendiendo, con tanta maniobra, que el otro gane la satisfacción y que en esa misma satisfacción se cuele, por efecto colateral, la propia satisfacción. Sin que las partes sean complementarias, puede aun sostenerse que hay reciprocidad: uno hace, el otro se hace hacer.

El grito que se finge, el gemido impostado, la satisfacción meramente actuada, con este criterio, cumplen la misma función. Es un acto de amor. Se lo engaña al otro para que se sienta bien, se le hace pensar que es generoso, que es, en lo suyo, el mejor; se le ofrece, además, un disfrute, el disfrute que surge del disfrute del otro. El grito forzado es, precisamente por serlo, más potente, más creíble, más altruista que cualquier grito genuino: miénteme, dice Luis Miguel, necesito creerte. El fingimiento así se estructura como una ofrenda al otro, un enaltecimiento de su flojo desempeño cifrándose una situación en la que una persona engaña y otra se deja engañar, y que halla como corolario último que dos personas gocen: una por el impostado goce del otro participante; otra por el fingimiento mismo del que resulta que las nociones del ser y del aparentar felizmente se confundan: ¿estoy gozando o estoy fingiendo que gozo?

Las coordenadas más simples del sentido común se resquebrajan, dejan de servir: de eso se ocupa el fingimiento: de impostar un sentimiento para que éste, al final del día, exista de hecho. Pues no se le miente exclusivamente al otro sino que también el propio cuerpo es engañado e introducido en la confusión de lo que es y de lo que aparenta: cuando se actúa el cuerpo se instituye, por fin, como propio; el resto del día, ya se sabe, es lo más ajeno que hay.

A fin de cuentas, el que finge desafía ipso facto al orden de las cosas. Puede haber gemido sin que nada lo produzca. Puede haber satisfacción sin que nada mecánico lo produzca: el ser humano trasciende lo mecánico. El hombre es capaz de producir una efracción en el corazón mismo de la prueba de realidad, es capaz de rectificar de la vida, es capaz, por suerte, de mentir, de mentirse.

Jamaica

Cuando se piensa en Jamaica, en general, es muy fácil verse derrotado por alguna liviana tesitura que presenta, como figura, a un Bob Marley. De fondo, mientras tanto, algún optimista iza, sin que nos demos cuenta, la colorinche bandera del rastafirismo. Se cuelan  también, en ese entramado por demás sonoro, por detrás, el olor a medicina cannábica, la alegría obligatoria, la idea de que basta un poco de dejadez para que estar en el mundo valga la pena. Una voz dice, desde lejos, emancipate yourselves from mental slavery. Se anuncia la paz, la hipotensión abre surcos, se da lugar a la manía sosegada y se erige cierta catálisis que termina, a la larga, en la furia del relajo. Eso es pensar en Jamaica: que todo fluya. Jamaica significa cerrar los ojos y que la cabeza no se resista al leve impulso de jadear.

Sin embargo, desde el martes de la corriente semana, la representación de Jamaica comenzó a revertirse dado que, tal día, nos enteramos que en nuestro país se va a instalar, cual virus, cual tumor que se pegotea justo allí donde su bienvenida no es posible, una oficina del Fondo Monetario Internacional cuyo director será, al igual que el movimiento rastafari, un oriundo de Jamaica: un tal Trevor Alleyne. Así, volveremos a escuchar de un jamaiquino la prédica de un ¡everything’s gonna be alright! Pero esta vez, ya saben, habrá que desconfiar un poco pues el interprete usa traje. Y corbata. Y es un buitre.

Los preocupados de siempre

En general, diría, cuando escucho o leo a psicólogos opinar de los temas más diversos, a saber, del bullying, del cyberbullying, de la economía, de los abusos, del maltrato, del consumo de sustancias, siento, percibo, que están siempre preocupados. Esa es mi impresión: se dedican a estar preocupados: tienen el susto fácil.

El otro día leí una nota en el gran diario argentino de Alejandro Schujman, psicólogo él, hablando del consumo de drogas, del desborde adolescente, de la tibieza de no sé qué padres para decir que no, etcétera. Lo mismo: se lo nota preocupado. Mientras lo leía me dieron ganas de llamarlo, como quien no quiere la cosa, y decirle, bajando el tono de la voz, que se relaje, que no es para tanto, que todo pasa.

Insisto: a los psicólogos se los nota preocupados. No sé si la generalización evita la torpeza. Pero esa es mi impresión. Quizás se explique, reflexiono, porque los psicólogos se creen parte y con razón de la agencia de la salud, se sienten ordenados y con razón por la Organización Mundial de la Salud: se dedican a la prevención, a la promoción y a la rehabilitación de la salud por tanto su práctica debe estar, necesariamente, articulada por lo que es sano y por lo que no lo es tanto. Siguiendo este recorrido, es impensable que un psicólogo, en tanto psicólogo, no predique ese trillado no a la droga. 

Esta impresión me hizo cavilar sobre lo siguiente: ¿y un psicoanalista? Lejos de clasificar al psicoanálisis como una psicología más, interesada también en lo que genéricamente se llama salud mental, prefiero en este punto, al contrario, marcar un distingo: el psicoanalista, a diferencia del psicólogo, no tiene el susto fácil ni se dedica de manera profesional a la preocupación. Porque de eso se trata, según opino, la abstinencia: no se puede imponer nada, ni siquiera, y mucho menos, lo que uno crea, desde su viscosa moral, que es llevar una vida sana. La preocupación, así, la pone, cada vez, el analizante de turno. Y a esto hay que saber soportarlo.