Hay decisiones del habla, de su tratamiento, que según una primera intuición parecen relativas al universo de la retórica, sin embargo, una pesquisa secundaria o superior termina por enseñar otra cara de aquella verdad: las decisiones retóricas son también, aunque tímidamente, decisiones conceptuales, apuestas teóricas, declaración de principios.
En la escena deportiva, el giro clásico para referir al mejor de todos hace referencia a la historia: Michael Jordan, podrá decir alguien, es el mejor de la historia. Contra este clásico de la crónica periodística y por extensión callejera, otra variante irrumpe conmoviendo algo más que lo ornamental, a saber, la variante de, en lugar de declarar a alguien “el mejor de la historia”, declararlo “el mejor de todos los tiempos”. Hay una diferencia, quizás sutil, entre una versión y la otra. Diferencia que no es reductible al mero ropaje de la lengua.
La historia es la historia de lo narrable. Es una narración con miras a la precisión y que ningún esfuerzo de imaginación debe manchar con su a veces carácter licencioso. Ahí donde lo imaginable encuentra su coto, la historia también. La verdad material a la que esta alude, entonces, es finita, está encerrada en su propio contenedor, el más allá de la historia es un misterio para la historia, un misterio que ni siquiera osa interrogar. Las narraciones del pasado son narraciones limitadas a las posibilidades del lenguaje, del pensamiento y del cosmos.
Declarar a alguien “el mejor de la historia” resulta desde esta perspectiva un elogio pero no el mejor de los elogios posibles. El mejor de la historia, sea quien sea, queda atado a los mismos principios y a las mismas leyes que la historia, esto es, su límite es el límite de la razón. Del magnífico Messi, por ejemplo, se puede decir y se suele decir, con razón, que es el mejor de la historia. Es el mejor de lo imaginado, un gran hombre del mundo, de este tiempo, el tiempo histórico. Todas sus hazañas, su loco hábito de volver trámite lo irrealizable, lo convierten a Messi es una excepción maravillosa, pero la jurisdicción de su alma tropieza con la grieta de nuestras ideas que nos salva de la confusión entre lo mítico y lo vivido. Messi no conoce, según parece, el más allá. Messi es el mejor jugador de la historia, del tiempo que todos conocemos, el tiempo de lo que hubo.
Ahora bien, y es este tal vez el punto más álgido de esta tesis, el tan rimbombante título de “el mejor de la historia” que tan bien le calza a Messi, como una remera talle small, resulta para un Maradona una tomada de pelo, una bajada de precio, un elogio que ni alcanza a elogiar sus tan castigados tobillos. Maradona, quien alimenta esta expedición, este homenaje, merece y le cabe un piropo distinto: es, no el mejor de lo narrable, que es poca cosa, sino el mejor de lo inenarrable; Maradona es, así, el mejor de todos los tiempos.
En el área iluminada de lo expresable, Messi ha demostrado ser el mejor mortal en lo suyo, mas la vida no se deja adoctrinar por lo mundano, no se deja cautivar por lo narrable, por esos límites del lenguaje y de la experiencia sensorial. Hay vida terminado el mundo. Hay el tiempo de la fábula, el tiempo del mito, el tiempo de las cosmogonías, el tiempo de la gauchesca, el tiempo de lo irrepresentable, el tiempo de la ficción en general, el tiempo de las santas escrituras, el tiempo de la épica, el tiempo de la prehistoria y la posthistoria, el tiempo del fin de todo y de lo eterno, etcétera. Y hay muy pocos hombres de nuestra historia, la experimental, muy pocos hombres de carne y hueso, tan humanos, que pueden sin pedir permiso atravesar cada uno de estos continentes de lo temporal y de la imaginación: uno de ellos es Diego Armando Maradona.
Es en ese sentido que Maradona se consagra como el mejor de todos los tiempos: acá y allá, en lo pensable y en lo impensable, en lo divino y en lo mundano, en lo místico y en lo científico, en la mitología y en la antropología, es en todas partes que Maradona se define como digno de ser y participar. En cada tiempo es recibido con aplausos y aclamaciones. Un héroe trágico, un santo, un ángel, un gaucho, un marginal, un fantasma, un elegido, un hombre extraordinario, un Übermensch, un hombre común y corriente. Todo eso es Maradona, todo lo que podemos decir y todo lo que nos resulta imposible o una porfía decir.
Fechner, filósofo del siglo XIX, decía algo interesante de los grandes hombres:
La misma propuesta espiritual cabe para Maradona, comparable sin lugar a dudas con los hombres referidos. Un día se acabará su “fuerza motriz de este mundo”, pero no así su vigencia, su fuerza extramotriz, su metafísica, su estar entre nosotros y en nosotros, su influencia y su desarrollo atemporal. Maradona se ganó el derecho a la eternidad. No hay un después de Maradona. Maradona vivirá por siempre en cada relato, en la música, en cada poesía, en la épica, en mitologías locales e internacionales, en los símbolos, en la memoria escrita y en la no escrita, que es la que importa. Maradona ha vencido en este tiempo pero también ha vencido en lo inmaterial, en lo indecible, en los márgenes del pensamiento. No se conformó con ser el mejor de la realidad, quiso ser demiurgo y se inventó y nos inventó un tiempo nuevo, un mundo mejor: uno donde existe, siempre, Diego Armando Maradona, o como decimos algunos, el mejor de todos los tiempos.
Felices 60, Diego. Serán muchos más.