Un lugar en el mundo

Hay un esencialismo más o menos nuevo, discreto, de ciertos feminismos radicales o radicalizados. Se trata de decir, así sin más, que los géneros son invenciones culturales que, en tal condición, mortifican a la persona humana que está detrás, lumínica, privándola de la siempre exigida libertad. La doctrina “el sexo no existe”, así, se basa en lo siguiente: hay que abolir el género también: ¡sean libres!

Con rapidez se ve, hasta de soslayo, que esta doctrina ignora lo siguiente: las posiciones sexuadas (actúo de mujer, actúo de hombre), por mucho que tengan de traumáticas (se conocen de más los problemas de ciertas mujeres que no saben bien de qué se trata esa historia) pueden operar, pueden llegar a operar, no solo como estabilizadores del ánimo -lo cual es harto aburrido- sino que llegan a tiempo, justo a tiempo, para darle al sujeto, si se me permite decirlo así, un lugar en el mundo.

En la logradísima película «La chica danesa» el bello Einar decide convertirse -química y físicamente- en la bella Lili Elbe. Algún volado partidario de la Doctrina “el sexo no existe” tendría sus quejas. Diría, si la viera, que la intervención quirúrgica no es necesaria, que no es necesaria tampoco la desviación comportamental, que todos esos blasones de la masculinidad y la feminidad son trabas, son obstáculos a la libertad, son mordazas, etcétera; se enojaría por esta violenta perpetuación del statu quo. Se enojaría, y esto es lo gracioso, del mismo modo que se enojarían los tácitos o no tan tácitos lectores de Agustín Laje ante semejante atropello a lo natural: comparten el mismo sentimiento. En definitiva, insisto, esta doctrina encarna la forma de un esencialismo más.

Por otra parte, su pareja, su esposa, Gerda, intenta salvarlo o, digamos mejor, intenta no perderlo. Se le va. Se le va el hombre, el pijudo, el macho, el tosco, el rústico, el peludo, el duro. Se le va. Intenta convencerlo. Intenta convencerlo porque lo ama, lo ama a él porque le supone un tener específico, sensible. La reacción, imagino, de los radicalizados, de los abolicionistas sería, si la vieran, de reproche: ¡los géneros son un invento, lo importante es el alma! Nuevamente, se pierde el sujeto, se pierde, en este caso, ella, su palabra, pues debería amarlo (amarla, amarle) tenga lo que tenga, carezca de lo que carezca, sea como sea: si pudo amarlo con pija puede amarlo sin pija, blablablá. Sin embargo, las formas amatorias de cada quien no son, tampoco son, educables. La cosa se resiste a la politización.

Los abolicionistas tienen buenas intenciones, esto es claro. Es lo de menos. Creen que la matriz de todos los males es ubicable allí, en el género masculino, en el género femenino, en las ficciones (malditos los predicadores de lo natural). Lo ideal, creen ellos, sería un mundo sin géneros, un mundo de cosas y personas, nada más. En síntesis: atacan el síntoma siendo que síntomas no son necesariamente los villanos de la película. Los síntomas pueden otorgan, en líneas generales, sentido, un sentido que la vida, de otro modo, no tendría por sí misma.

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